Sobre el goce de los cuerpos en Últimas tardes con Teresa

La belleza del cuerpo desnudo, el desconcierto provocado por la presencia de la desnudez o su simple anunciación, prefiguración, cercanía, es un gran misterio. Su fuerza imántica predispone al hombre hacia sus más bellos u horrendos impulsos. Aquí pesa el carácter, la naturaleza del alma, las ganas de crear o de destruir. La historia del arte es puro deleite de la desnudez. El humano, al mostrar a través de mundos similares el ansia de su espíritu, refleja apetencias y ascos, filias y fobias. Repensemos la historia de la pintura y veremos a nuestro alrededor bellos cuerpos desnudos, horrendas fauces sangrientas.[1]

Los cuerpos se buscan, se atraen, se presienten. No solo es fórmula física, también es constancia de vida, impulso maquinalmente pensado por “el hacedor” o por esta magna casualidad que nos ha puesto casa y comida en el espacio-tiempo.

Escribo estas palabras para comentar un libro recientemente leído, Últimas tardes con Teresa, del prolífico Juan Marsé. Libro que llegara hasta mí envuelto en una estola, repleto de fragancia, de mujer, de hembra. Una novela calma, sutil, degustable que cuenta la historia de amor entre Teresa y Manolo (el Pijoaparte, el murciano), la niña bien y el joven descalzo. Ella, efervescente, revolucionaria, adolescente de los pies a la cabeza; él, ilícito, víctima de la sociedad y de su carácter templado en barrios malos, víctima de su arrojo. Un libro que se desliza por la fina cuerda que separa a la cursilería de la grandeza, y que, por mucho, se apega más a esta última.[2]

La narrativa de Marsé es uno de los puntos más álgidos que ha encontrado la lengua española, su escritura responde a un sosiego encabritado, a un bullir de claridades y certezas, un hacer claro y sencillo lo más ríspido, lo más oscuro y abismado de los sentidos humanos, de las tormentosas angustias del ser.

Últimas tardes… penetra en dos mundos opuestos de la vida, de esa Barcelona de posguerra donde la conciencia de clase es más que vital para dos jóvenes que buscan conocerse, ser, comprenderse.

No quiero decir de esta novela lo que seguramente ya, infinitas veces, se ha dicho en los 50 años que distan desde su publicación. Quiero decir que en ella los cuerpos tienen una fuerza tremenda, y que a medida que uno lee, anda y desanda, confirma este deleite que va desde el cuerpo amado, hasta el cuerpo visto, observado, presentido; un goce continuo de huidas y asechanzas, de privaciones y anhelos.

En uno de los primeros pasajes de la novela, Manolo y su amigo Bernardo andan de farra con dos chicas, la Rosa y la Lola; con esta última Manolo cree perder el tiempo porque la chica, sencillamente, aún “no traga”. Y más adelante se nos confirma que lo que el Pijoaparte tenía entre sus manos era “una materia resistente, terca y ancestral”, heredera de convicciones abismadas en la desconfianza, en “el miedo de los cuerpos”; y desde este primer encontronazo uno queda alertado para el juego sexual y sensual al que el autor nos dispone.

Los personajes de Marsé resultan aprehensivos, diestros en la observación, y desenvueltos en el placer de la contemplación. Lo pasajes de Manolo con Maruja, en su cuarto de criada, a medida que él va descubriendo su belleza, a medida que el encanto de sus caderas, de sus corvas, va cediendo paso a su fiasco de encontrarse en el cuarto de una sirvienta, denotan el ritmo de absorción de un cuerpo hacia otro, el nivel de embebecimiento al que puede someter la belleza física.

Más adelante, cuando ya Maruja está convaleciente, y Manolo está conociendo a Teresa, hay un instante en el que ambos toman unos tragos en un bar y que prefiero trascribir: sus rodillas se rozaban de vez en cuando debajo de la mesa, y este roce hacía que el mundo resultara de pronto infinitamente más real, excitante y coherente que el que las vehementes palabras de Teresa pretendían expresar.[3] Acá se denota como el cuerpo físico, tangible, es capaz de destrozar cualquier teoría sobre los sentidos humanos, cada cuerpo expone una carga distinta, revela un orden nuevo para el universo, y dispone acciones, cambios, posibles rutas para un hoy impredecible.

Hay varias situaciones de la novela que orientan hacia el deleite perceptivo, hacia la fuerza lenitiva de la contemplación. Me detendré en tres de ellos. El primero responde al instante en el que el Cardenal, personaje ambiguo, de quien solo nos queda claro, o ni eso, su orientación homosexual, observa a Manolo en silencio y el narrador nos resalta de su observación la gracia repentinamente felina de un miembro, el reflejo ondulante bajo una axila, la vida efímera de un músculo dorsal[4]; y tal parece que el Cardenal pudiera saltar o arrebatarle un pedazo a Manolo de un momento a otro, pero ello es algo que jamás ocurre, su goce solo se circunscribe al ojo, a la observación.

El segundo ocurre cuando se nos describe al señor Serrat, y se nos deja ver su naturaleza brusca y celosa, y entonces aparece el influjo que provoca el cuerpo de su mujer sobre su persona: sin que el supiera por qué, cada vez que miraba las piernas de su mujer, se tranquilizaba. [5] El cuerpo, su exposición, como droga, como sosiego.

Y por último resaltaré un pasaje que considero el más desconcertante de la novela, el cual aún no me saco interrogadoramente de la cabeza. Teresa descubre las relaciones de Maruja con el Pijoaparte y está ansiosa de sacarle información sobre el mismo; caminan por el patio de la Villa, sitio de recreo de los Serrat en las orillas del Mediterraneo, y Teresa está ansiosa de preguntarle, de inquirir en sus relaciones con el muchacho; entonces, sentada una frente a la otra, Teresa, después de asegurarse de que los primos estuvieran lo suficientemente lejos, hizo (dice el narrador que quizá por inconsciencia) lo que muchas veces había hecho sola, aquí en la terraza, pero nunca en compañía: se bajó los tirantes del bañador para exponer sus pechos a la caricia del sol.[6] Los ojos de Maruja se posan de pronto sobre los rosados pechos de su señorita, pero no cambia su expresión, e inmediatamente le dice: “¿Querías preguntarme algo?”. Tal parece que Teresa usa su cuerpo como un ardid, usa la belleza de sus senos desnudos para adormecer la atención de Maruja, como si ante ellos sus respuestas estuviesen obligadas a la verdad. La somete a su pecho desnudo para hipnotizarla con la esbeltez de sus pezones.

Otro momento significativo, ligado al placer de los cuerpos está dado cuando el murciano le pregunta a Teresa: ¿Tú crees en el amor?, y ella le responde, casi derrumbándolo: No se trata de creer o no. A mí me inspira más confianza el deseo, es un sentimiento más digno y limpio. Lo cual queda en contradicción con la novela, pues esta va mermando en su deleite contemplativo y gozoso a medida que la lectura avanza, a medida que entre Teresa y Manolo va floreciendo algo cercano al amor; como si este sentimiento estuviese en un peldaño distinto al del apetito defenestrado de unos hacia otros.

¿Existe amor sin deseo? ¿Es el deseo camino hacia el amor? Son preguntas que ahora mismo me asaltan.

Quedo, pues, expuesto al placer de buscarme y reencontrarme a mí mismo entre las páginas de esta novela. De repensar lo que soy, del espacio que ocupo con respecto a lo demás y a los demás.

 

[1] La Desnudez y la Guerra son, a mi entender, las dos esferas de la vida más reflejadas por la pintura.

[2] Sobre esta línea se mueven muchas de las grandes obras de la literatura universal: Romeo y Julieta, Las cuitas del joven Werther, Noches blancas, Madame Bovary.

[3] Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa: Random House Mondadori, 2009, p. 242

[4] Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa: Random House Mondadori, 2009, p. 252

[5] Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa: Random House Mondadori, 2009, p. 208

[6] Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa: Random House Mondadori, 2009, p. 191

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