Lecturas decisivas

A los 14 años, mientras me preparaba para los exámenes que me darían entrada al Preuniversitario Vocacional Ignacio Agramonte de Ciego de Ávila, mi madre me dio a leer una novela policial para que descongestionara mi celebro de las tensiones de la trigonometría y otras zonas de la matemática—como esa de los problemas de tanques en los cuales se abren tantas llaves y hay tantos salideros, y debe determinarse en qué tiempo se llenan—, que realmente me inflamaban la cabeza y otros apéndices.

Leí el Sabueso de los Baskerville, de Arthur Conan Doyle, y la mordedura de ese perro fue muy fuerte. Desde ese día solo suelto un libro para tomar otro. A veces me sucede que el volumen aún no leído me desvela y me impide disfrutar a gusto del que actualmente estoy leyendo. Esos libros venideros que buscan imponerse.

Uno de los mayores placeres que he sentido como lector, es el de pararme frente a mi librero —ante mis más de 4 mil libros— y sentir la terrible libertad de poder aferrarme al que me venga en gana, de poder esquivar un texto que señorea por historia y cultura, por ser una de esas “lecturas obligatorias”, y tomar otro del que apenas se ha hablado, pues no entra en el circuito de los clásicos, pero hacia el cual mi intuición, con sumo tacto, me empuja; y puedo decirlo: mi intuición me ha defraudado pocas veces, y no solo respecto a los libros.

Después del Sabueso… cayeron en mis manos un par de volúmenes tediosos (casi demoré dos meses leyendo Petrovka, 38 de Yulian Semionov, una historia policíaca desarrollada en la desproblematizada Unión Soviética, rezago de esas lecturas que estuvieron de moda en nuestro país por los años 70 u 80); pero luego tuve la suerte de tropezar con dos libros que tienen, junto con el mencionado can, toda la culpa de mi formación definitiva como lector: La Isla del Tesoro, de Roberto Louis Stevenson y  El Padrino, de Mario Puzo.

El primero me saltó a la vista en casa de un amigo mientras este buscaba en un viejo cajón de su padre una llave para arreglar mi bicicleta. Entre muchos y diversos trastos había una docena de libros. Tomé el que me apeteció y casi le rogué a mi amigo para que me lo prestara, pues su padre no se encontraba en casa. Todavía, tras 14 años, no se lo devuelvo.

El Padrino, sin embargo, llegó a casa de manos de mi prima. Recuerdo sus palabras: “Ay, Heribertico, mijo, en que lío me he metido —su cara era un poema—: es que conocí a un muchacho y, por hacerme la sabionda, terminó prestándome este libro —qué enredo para Yamilet—; tú que te lees los libros enteros podrías leerlo por mí y contarme de qué trata pa yo conversar con él y decirle”.

Asumí el reto y no me arrepiento ni me arrepentiré jamás. Tom Hagen, Sonny Corleone y Luca Brasi, son personas —no personajes— que no olvidaré (ni qué decir de Holmes o de John Silver).  Solo contarle la trama a mi prima me resultó cansón; a ella le parecía complicada, y no entendía que a mitad del libro la historia volviese atrás, para, solo entonces, encontrarse con la infancia de Don Vito. Para ella la historia tenía que empezar por ahí.

Es probable que de no encontrarme con estos dos libros, y sí, tal vez, con otras dos “petrovkas”, mi destino como lector hubiese colgado de un hilo, hallando final en mí la rabia del sabueso. O quizás mi apetito —como suelen ser esas ansias irremediables y raramente satisfechas que uno nunca sabe de dónde parten ni por qué— habría anclado hasta que mis sentidos procurasen lo que me era harto necesario encontrar a través de la literatura, como me ha pasado respecto a otras situaciones en mi vida. ¡Nadie sabe!

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